¿Podemos hablar?

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Hace mucho que quiero hablar sobre salud mental, sobre la fragilidad y la plasticidad de nuestra psiquis. Sé que es un tema complejo e inabarcable para una edición del newsletter, por eso, este es un recorte caprichoso, basado en mi experiencia, mis lecturas e inquietudes y en el intercambio con profesionales de la salud mental que accedieron a acompañarme en esta última edición de este 2022. Escribí sobre la manera en la que trabajamos individual y colectivamente (con nuestros vínculos y en sociedad) esos padeceres que por momentos parecen universales; sobre los bordes que construimos y un horizonte de expectativas: que podamos hablar, cada día más, sobre salud mental.

Cuando digo “salud mental” no sé muy bien qué estoy diciendo. ¿Qué implica la salud mental? Busco la definición: “La salud mental es el bienestar emocional, psíquico y social que permite llevar adelante los desafíos de la propia vida y de la comunidad en la que vivimos”, dice la página oficial del Ministerio de Salud. ¿Quién está sanx entonces? ¿Ser funcionales dentro del sistema nos vuelve personas sanas? ¿Cómo se construye ese bienestar íntegro? ¿Es visible? ¿Y posible? ¿Qué lo delimita?

Empecé a armar esta edición hace más de un mes. De hecho, hoy 27 de diciembre se cumplen 2 meses desde que envié el último Affidamento. Tuve que pausar la escritura por una cirugía y varias dolencias fisicas que me alejaron de los teclados y las pantallas. Nada de todo eso estaba en mis planes, claro, pero tuve que reconfigurar mi cotidianidad y eso es algo que, si leiste las ediciones anteriores, me tocó hacer varias veces en esta segunda mitad del año. Con la mano quieta me enfrentaba a la impotencia de no poder hacer lo que quería hacer, a sentir más dolor físico del que esperaba y por momentos mi mirada era de resignación ante el presente. Pero, de a poquito y casi sin darme cuenta, aparecieron las herramientas que me dieron los feminismos, mi experiencia con el psicoanálisis y la terapia cognitivo-conductual. Me encontré habitando la incertidumbre y la pausa sin tanta auto-crueldad; empecé a hacerme preguntas más amables: ¿De qué manera me vinculo con el dolor físico? ¿Cómo se relaciona este padecer del cuerpo con la ansiedad que provoca estar en pausa, detenida, imposibilitada? ¿Lo que me enoja de este dolor fisico es no poder fingir cierta estabilidad como cuando el dolor es emocional? ¿En qué se parece mi padecer al de otras personas? ¿De qué manera puedo atravesar esto si, por momentos, siento que esta acumulación de angustias, duelo, dolor físico y emocional se volvió una constante? Sin darme cuenta, era esa pausa la que me permitía mirar más de cerca la temática que quería abordar, mirarla desde otros lugares.

Conversando con mi amiga Naza, psicóloga y poeta, me decía que la experiencia del padecer es una vivencia singular, que no es lo mismo que decir que se trata de una vivencia individual. Me escribió: “En un tiempo donde se homologan padeceres bajo nomenclaturas diagnósticas de fácil circulación en el sentido común, se crean categorías identitarias al modo de un semblante que en apariencia robusteciera a un yo desesperado por no dejar de existir; o dicho de otra manera: allí donde parece que todos padecemos de lo mismo y de igual manera, casi como si se tratara de un universal, rescatar el carácter singular y nunca idéntico del sufrimiento es fundamental.”

Hace algunas semanas, en Cadena Ser (una emisora de radio española), escuché a Zahara contar esta historia sobre algo que suele pasar con Noe, su técnica de monitores: a pesar de ser la profesional que salva la noche cuando algún problema técnico aparece, siempre tiene que tolerar que los varones le expliquen cosas. ¿Lo peor? En cuanto se enoja porque está harta de que menosprecien su trabajo, lo primero que le dicen es que es “borde”. “Porque además, tiene que ser maja, ¿no?”, replica Z. Borde, una palabra que se usa de manera peyorativa y abarca otros adjetivos más comunes de este lado del océano: histérica, exagerada, antipática, susceptible, dramática, malhumorada. “Borde” para definir a una persona que no es dócil y que se defiende. Y yo me pregunto: “Borde” ¿de qué? Escucho la historia de nuevo y pienso: ¿cuántas veces sucede esto en lo cotidiano? ¿Cuántas veces experimentamos la patologización por ser mujeres que no aceptan ser maltratadas por varones? Pero, también: ¿cuántas veces juzgamos a otres con esas etiquetas? ¿Cuántas otras nos juzgamos y nos reprimimos para que no recaigan sobre nosotres esos rótulos? ¿Cómo vamos a rescatar el carácter singular y único de nuestros padeceres si lo primero que hacemos, ante una reacción que evidencia la emoción propia o ajena, es buscar un calificativo, algo que delimite, que nos aleje de ese “borde” y nos acerque a los estándares de normalidad? ¿Qué rol juega lo colectivo en esas clasificaciones y cómo impacta en la construcción de ese bienestar que nos permite cohabitar el mundo con otres?

La palabra borde deriva del latin burdus cuya definición refiere, por un lado a lxs hijxs bastardxs nacidxs fuera del matrimonio y, en otra acepción, a aquellas plantas que brotan por doquier sin pedir permiso. SI pensamos entonces en los orígenes de esa palabra: la maleza es borde, la impertinencia es borde, lo que está fuera de la norma social imperante es borde. Borde como límite, como una línea que divide la normalidad de la diversidad. Pero ¿no está ahí mismo, en esos bordes, la riqueza de lo que somos? Repito la palabra y pienso en el bordar, en ese arte de entretejer puntadas hasta que aparece un dibujo, una forma. Y me parece una analogia interesante con la vida misma. Por un lado, la inevitable visibilidad de esa trama que dibujan los hilos. Es imposible ocultar ese trazado, ahí radica su encanto, ¿no? Y por otro lado: ¿qué vemos cuando miramos un bordado, solo el diseño final? ¿Cuántas veces damos vuelta el bastidor, cuántas veces elegimos mirar (o no) el proceso enredado de nuestros días, lo que atravesamos, para entender que eso que se ve tiene detrás un entramado complejo, más o menos prolijo, tejido con la habilidad que nos permite nuestra experiencia?

Me hago estas preguntas y pienso en que, a pesar de la amabilidad con la que me indago en estos tiempos grises, muchas veces me encontré en esa posición conmigo misma: obligarme a sentirme bien, a no sentirme tan “al borde”, a que no se vean los hilos. ¿Hasta qué punto nos intoxicó el consumo de felicidad y la meritocracia performática de las redes sociales que ahora ya no podemos expresar nuestra angustia, tristeza o dolor si no es en clave productiva? “Que le sirva a alguien”, “hacer arte con eso”, “transmutar el dolor”. ¿Por qué siempre tiene que haber un producto cuando sólo debería tratarse, al menos en esas primeras instancias más urgentes, de cuidar nuestra salud mental?

Si hoy estoy en este borde triste, ¿cómo trabajar el vértigo? Me obligué tanto a ser funcional que termino llorando en los momentos más inoportunos, para otrxs y para mi. ¿Qué hacemos cuando algo nos desborda? ¿Dónde lo guardamos hasta que sea apropiado sacarlo? ¿Existe tal posibilidad? ¿Quiénes nos dicen cuándo y cuánto tenemos que llorar? ¿Por qué genera tanta incomodidad el llanto? Hace unos días, en Nochebuena, me encerré a llorar en el que fue mi cuarto hasta los 20 años. Y, aunque no era la primera vez que lloraba en un encuentro familiar, sí fue la primera que pensé, por un instante: “Ok. Van a tener que bancarse los ojos hinchados”. Me duró poco, al ratito nomás me invadió el terror de tener que dar explicaciones amables. Tenia miedo de que me pase lo que le pasa a Noe: enfrentarme a preguntas cuyas respuestas me pondrían bajo la lupa: “¿qué te pasa?” “¿por qué llorás?”. De repente, maldije ese llanto inoportuno, me abrazó casi hasta la asfixia una suerte de culpa de arruinar una noche festiva. ¿Tenía que llevar a la cena navideña mi frustración por determinadas actitudes mezquinas que se sumaban a todo lo que me pasó en estos últimos meses? ¿Era el momento para tener conversaciones incómodas? Ahora lo pienso y quizás siento que sí, que debería haber tenido el coraje de hacerlo. No me animé. Me quedé otra vez en ese lugar común en el que todavía estamos las personas que lloramos, que no reprimimos nuestras emociones: fui, de nuevo, la borde de la familia, la dramática, la exagerada.

Ese es el contexto del que me hablaba Naza cuando me explicaba la diferencia entre singular e individual. El dolor es mío, atravesado por la experiencia propia, pero sin dudas hay algo que configura mi expresión y mi proceso, y eso de individual no tiene nada. ¿Qué hubiera pasado si hubiera llamado al diálogo? Quizás en alguna otra oportunidad tenga entre mi caja de herramientas alguna que me permita decir: venga, hablemos.

Ludmila Insua Blanco (otra de las psicólogas a las que consulté para escribir esta edición), me decía que hay un montón de cuestiones vinculadas a la salud mental que no están socialmente aceptadas y que es importante desmitificar. Una de ellas, por ejemplo, el tratamiento psiquiátrico. Eso significaria poder naturalizar el acompañamiento a esas personas que tenemos cerca y lo necesitan o lo están atravesando. “Muchas veces, como amigues no tenemos las herramientas para sostener ciertas situaciones, pero siempre podemos escuchar y recomendar buscar ayuda.” ¿Cuántas veces minimizamos nuestras emociones? ¿Cuántas veces fingimos que estamos bien porque creemos que eso es lo que hay que hacer, seguir, seguir bordando sin detenernos, hasta que el hilo se tense y no dé más de sí? ¿Cómo miramos esas tensiones, las propias y las ajenas?¿Por qué no se valora la mirada introspectiva y la puesta en común de esos análisis? ¿Por qué se puede analizar y ver mil veces la final de un mundial de fútbol llorando cada vez, pero no se puede revisar con los afectos nuestra construcción vincular, la individual y la colectiva, con esa minuciosidad?

Creo que muchas veces lo que más nos cuesta es aceptar que necesitamos pedir ayuda. En ese borde en el que aparece el vértigo, ¿cómo la pedimos? Coincido con Lud en que es importante desarmar el tabú, y pienso en la importancia de figuras públicas como Dibu Martínez contando que fue a terapia. ¿Un varón cis hablando de sus emociones en televisión abierta? Parece un hecho histórico de nuestra contemporaneidad, ¿no?. Naturalizar la asistencia terapéutica es necesario, precisamente para despatologizar, para no universalizar los padeceres, para dejar de decirnos que estamos siendo “demasiado intensxs” o “demasiado dramáticxs” y sentirnos en falta con una sociedad que nos quiere sanxs. Pareciera que hay que bordar una escena de bienestar para ese afuera, pero que a nadie se le ocurra dar vuelta el bastidor, eh. ¿Para qué situaciones está bien ser emocionales y para cuáles otras se nos condena?

Buscando data para esta edición, leí este artículo de Jessica Kaufman de UNLP sobre bioética feminista y salud mental. El texto desarrolla los distintos modelos de salud mental que predominaron a lo largo de los años y, sobre todo, tematiza la feminización de la locura. Si bien es un artículo muy técnico del que se me escapan un montón de cuestiones, me quedo con una de sus conclusiones: el equilibro entre la patologización y el cuidado. Creo que ahí radica una clave que se vincula con el hablemos, pero también para pensar con quiénes hablamos y cómo construimos la escucha. Al final, no se trata de sólo buscarle un nombre a eso que nos pasa, sino más bien de diversificar, de entender la singularidad, de leer nuestros padeceres y nuestras conductas de manera situada, en contexto, de manera interseccional, con perspectiva de género y, sobre todo, (y esto es un agregado mío) con amabilidad. Las tres psicos con las que hablé para escribir este news trajeron esto a escena junto a la importancia de la ética profesional, el trabajo indispensable de la escucha para reformular las preguntas que nos hacemos: “Vivimos en una sociedad donde se mediatizan experiencias de éxito, se construyen ideales irrisorios e inalcanzables; palabras como “respuesta”, “triunfo”, “poder”, se replican como demandas vacías hacia el terapeuta. Mi experiencia clínica estos últimos años se ha orientado a reconstruir, problematizar estas concepciones y la tecnocratización de la identidades. Se trata de vérselas con el “quién soy” empujando un poco la mirada de lxs otrxs, el “para quién soy”, me escribió Maité. ¿Quiénes somos? ¿Cómo honramos nuestro carácter plástico? ¿Cómo podemos hablar con nuestros círculos afectivos para cuestionar lo universal sin minimizar las emociones y las patologias? Si somos seres dotados de plasticidad, ¿por qué creemos que una misma receta es, necesariamente, la salvación para todes? ¿Cómo construimos espacios de escucha y de intercambio si estamos todo el tiempo buscando algún post genérico en las redes sociales que nos diga cómo seguir frente a determinado problema o dolor? ¿Por qué esa búsqueda no incluye a otras personas? ¿Por qué queda solo esa intimidad individual? ¿Qué lugar hay para hacernos preguntas honestas, amables, empáticas? Creo que lo importante es que empecemos a pensar en esos gestos que habilitan ese hablar, ese decir. El cuidado es indispensable y es multifacético, se puede ejercer de muchas maneras distintas. A veces es el silencio, a veces es la pregunta, a veces es el teléfono de un centro de salud.

Hace unos días, mi amiga Ana me regaló un juego de la serie “en palabras”. Decidimos ponerlo sobre la mesa junto con ella y Camille, un día después de que Argentina salió campeón del mundo. Con la euforia y la inyección de adrenalina del momento, hicimos un lugar para lo que las cartas nos disparaban: la revisión individual y colectiva del año. Quería cerrar con esta mini-anécdota porque me doy cuenta de que, si buscamos, seguro encontramos herramientas que puedan funcionar como “excusas” para hacer algo con esto que nos pasa, para ponerlo en común. Dar vuelta el bastidor bordado prolijo que exhibimos en las redes sociales y mirar el tejido, mirar cómo se enredan los hilos, involucrarnos con los tramados propios y ajenos. Ese es mi deseo para el 2023 que ya llega: educar(nos) en la escucha para que, por fin, podamos dejar de sentir que hay que pedir permiso cada vez que necesitamos expresar nuestras emociones.

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